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Arthur y Los Minimoys Capítulo II


Arturo ha tomado tanto impulso que, al llegar al salón, consigue cruzar toda la estancia patinando.
Agarra el teléfono y se tira sobre el enorme sofá.
—¡He construido todo un sistema de irrigación, como César! Pero el mío no es para hacer ensaladas. Es para cultivar los rábanos de la abuela. Así crecerán mucho más rápido —explica por teléfono, sin saber siquiera quién es su interlocutor.
Pero son las cuatro y por fuerza ha de ser su madre, que lo llama todos los días.
—¡Te felicito, cariño! ¿Quién es ese tal César? —le pregunta su madre, un poco desbordada por tanta energía.
—Es un colega del abuelo —asegura el niño—. Espero que lleguéis antes de que sea de noche para que podáis verlo. ¿Dónde estáis?
La madre parece un poco incómoda.
—Todavía estamos en la ciudad, de momento.
Arturo parece un poco decepcionado, pero eso no basta para hacer mella en su moral de vencedor.
—Bueno... No pasa nada. Ya lo veréis mañana por la mañana —se tranquiliza.
Su madre adopta su voz más dulce. Mala señal.
—Arturo... No podremos venir enseguida, cielo. —El cuerpecito de Arturo se desinfla poco a poco, como un globo pinchado.
»Tenemos muchos problemas. La fábrica ha cerrado y... papá tiene que encontrar otro trabajo —confiesa la madre con entereza.
—Podría venir aquí. Hay mucho trabajo en el jardín, ¿sabes? —sugiere Arturo, inocentemente.
—Hablo de un trabajo de verdad, Arturo. Un trabajo con un sueldo suficiente para mantenernos los tres.
—Con el sistema del abuelo, podríamos cultivar todo lo que quisiéramos, ¿sabes? —comenta Arturo tras reflexionar unos segundos—. Y tendríamos comida suficiente para los cuatro.
—Claro que sí, Arturo, pero el dinero no sirve sólo para eso. Sirve también para pagar el alquiler y para...
Arturo la interrumpe, llevado por el entusiasmo.
—Aquí podríamos vivir todos muy bien. Hay mucho espacio, y estoy seguro de que Alfred estaría contento. Y la abuela también, claro.
Estas palabras casi vencen la paciencia y la amabilidad de su madre.
—Escucha, Arturo. No compliques más las cosas. Ya es bastante difícil. Papá ha de trabajar, así que nos quedaremos unos días más aquí, hasta que encontremos algo —concluye con pesar.
Arturo no parece entender bien por qué su madre se obstina en rechazar sus sensatas soluciones, pero ya se sabe que los mayores se aferran a razones que escapan a toda lógica.
—Vale... —contesta, resignado.
Una vez cerrado el incidente, su madre adopta de nuevo su tono dulce y amable.
—Pero eso no significa que no pensemos mucho en ti, sobre todo en un día como hoy —dice, con una pizca de misterio en la voz—. Porque... hoy es... ¡tu cumpleaños! —canturrea.
—Feliz cumpleaños, hijo —suelta de repente su padre al otro lado del teléfono.
Arturo ya no está contento. Les da las gracias en tono inexpresivo. Su padre finge que está contento.
—Creías que nos habíamos olvidado, ¿verdad? Pues no. ¡Sorpresa! Diez años no se olvidan. Ahora ya eres un hombre. Todo un hombre, hijo mío.
Una parodia de felicidad que no engaña a nadie, y mucho menos a Arturo.
La abuela lo observa desde el rincón de la cocina, como si supiera que la conversación iba a ser dolorosa para su nieto.
—¿Te gusta tu regalo? —le pregunta su padre.
—¡Pero si aún no lo tiene, tonto! —se indigna su madre en voz baja.
La mujer intenta arreglar el tremendo fallo de su marido:
—Lo he hablado con la abuela, Arturo. Mañana irás al pueblo con ella y elegirás el regalo que quieras —le explica con cariño.
—Pero que no sea demasiado caro —suelta el padre, sin saber él mismo si se trata de una broma.
—¡François! —le riñe la madre—. ¿Podrías tener cuidado con lo que dices cinco minutos?
—Era... Era una broma. En fin... —balbucea el padre, como un mal actor.
Arturo se queda helado. Un grifo se ha cerrado definitivamente en algún sitio.
—Bueno, ahora tenemos que dejarte, hijo. El teléfono es caro —no puede evitar comentar el padre.
La línea transmite gratuitamente el cachete que el marido acaba de recibir.
—Bueno, hasta pronto, hijo. Y una vez más... —los padres cantan a dúo el final de la frase—: ¡Cumpleaños feliz!
Arturo cuelga despacio, casi sin emoción. Le parece que hay más vida en el otro extremo de su caña que al otro lado de la línea telefónica.
Mira al perro, sentado frente a él a la espera de noticias.
—Era el presidente —le confía Arturo.
De repente se siente muy solo. Un agujero muy redondo, muy negro, en el que no desea caer.
Alfred le ofrece otra vez la pelota para distraerlo, cuando una cancioncilla los saca de su ensimismamiento.
—Cumpleaños feliz —entona la abuela, con voz clara y alegre.
Aparece con un gran pastel de chocolate adornado con diez soberbias velas.
La abuela avanza despacio, siguiendo el ritmo de los ladridos de Alfred, que no soporta que nadie cante sin él.
La cara de Arturo se ha iluminado, antes incluso de que las velas lo hagan de verdad. La abuela le pone el pastel delante, junto con dos regalitos.
La canción se termina. La sorpresa es total y ha estado bien guardada hasta el final.
Arturo, embargado de emoción, se abraza a su abuela.
—Eres la abuela más guapa y más buena del mundo —asegura.
—Y tú, el mejor nieto del mundo. Vamos, sopla.
Arturo inspira a fondo y, acto seguido, retrocede un poco.
—Es demasiado bonito, dejemos que brillen un ratito más. Primero, los regalos.
—Como quieras —concede la abuela, divertida—. Éste es de Alfred.
—Es muy amable por tu parte haber pensado en mí, Alfred —dice Arturo, muy sorprendido.
—¿Te has olvidado tú alguna vez de su cumpleaños? —le comenta la abuela.
Arturo sonríe ante esta verdad y rompe el papel de regalo. Es una pelota de tenis nueva.
Arturo está boquiabierto.
—¡Oh! No había visto nunca una nueva. Es preciosa.
Alfred ladra para empezar el juego. Arturo se dispone a lanzarla cuando la abuela le detiene el brazo.
—Si puedes esperar a salir fuera para jugar a la pelota, te lo agradeceré infinitamente —le indica.
Arturo obedece, por supuesto, y esconde la pelota tras la espalda, entre dos cojines. Abre el siguiente paquete.
—Y éste es mío —precisa la abuela.
Es un coche de carreras en miniatura, con una llavecita al lado que permite dar cuerda al resorte que hace las veces de motor. Arturo está maravillado. Alfred también.
—¡Es magnífico! —exclama Arturo, con la boca muy abierta. Da cuerda de inmediato al cochecito y lo deja en el suelo. Tras haber simulado el zumbido de un motor, suelta el bólido, que cruza el salón, perseguido por Alfred.
El bólido rebota varias veces y termina por despistar al perro al pasar bajo una silla.
Arturo está encantado.
—Me parece que le gusta más el coche que la pelota.
El bólido termina su trayecto contra la puerta de entrada, cuando el perro le ha perdido el rastro.
Arturo observa de nuevo el pastel y no se resigna aún a soplar las velas.
—Pero ¿cómo has conseguido preparar un pastel así? Creía que el horno estaba estropeado —pregunta el niño.
—He hecho un poco de trampa —confiesa la abuela—. La señora Rosenberg, la ferretera, me ha prestado su horno, además de algunos utensilios.
—Es magnífico —dice Arturo, sin quitarle los ojos de encima—. Aunque me parece demasiado grande para nosotros tres —añade.
La abuela nota que su nieto se está poniendo triste otra vez.
—No se lo tomes en cuenta, Arturo. Hacen lo que pueden. Y estoy segura de que cuando tu padre haya encontrado trabajo, todo irá bien.
—Los años anteriores tampoco vinieron por mi cumpleaños, y no creo que un nuevo trabajo cambie nada —replica Arturo con una lucidez de adulto. La abuela, por desgracia, no puede decir ni añadir nada más. Arturo se dispone a soplar.
—Pide antes un deseo —le sugiere la abuela.
Arturo no se lo piensa demasiado:
—Deseo que en mi próximo cumpleaños... el abuelo esté aquí con nosotros.
A la abuela le cuesta contener una lagrimita que ya le resbala por la mejilla. Acaricia los cabellos de su nieto.
—Espero que tu deseo se haga realidad, Arturo —afirma—. Vamos, sopla ya si no quieres comer pastel con cera.
Mientras Arturo inspira a fondo, Alfred ha encontrado por fin el cochecito, atascado contra la puerta principal. Pero una sombra amenazadora se perfila a través del cristal, tan amenazadora que el perro ni siquiera se atreve a recuperar el juguete.
La sombra se acerca y abre la puerta. Una corriente de aire apaga las velas en el preciso momento en que Arturo se disponía a soplar.
Arturo puede decir que lo han dejado sin respiración.
La silueta avanza con pasos lentos pero ruidosos hacia el salón. La abuela no se ha movido, paralizada de inquietud.
El hombre llega por fin a la zona iluminada. Tiene cincuenta años, un cuerpo sobrecogedor y una cara demacrada que no resulta agradable en absoluto, ni de lejos ni de cerca.
Sin embargo, va muy bien vestido. De todas formas, como el hábito no hace al monje, nuestros dos protagonistas siguen en guardia.
El señor Davido, para relajar el ambiente, se quita educadamente el sombrero y esboza una sonrisa que en su rostro resulta extraña.
—Veo que llego en buen momento —comenta en un tono algo siniestro.
La abuela ha reconocido la voz. Es el famoso Davido, propietario de la no menos célebre «DAVIDO CORPORATION. Alimentación general».
—No, señor Davido. Llega en el peor momento posible, y casi añadiría: como de costumbre —le suelta la abuela sin abandonar su exquisita cortesía—. ¿Sabe que la mínima educación cuando se visita a la gente sin avisar exige llamar por lo menos a la puerta? —añade.
—He llamado —se defiende Davido—, y puedo demostrarlo.
Muestra con dignidad un trozo de tirador.
—Un día alguien se va a hacer daño —advierte—. La próxima vez, tocaré el claxon. Será más prudente.
—En principio no veo ninguna razón para que se presente una próxima vez —duda la abuela—. En cuanto a hoy, su visita es realmente inoportuna. Estamos en plena reunión familiar.
Davido se fija en el pastel, cuyas velas se han apagado del todo.
—¡Oh, qué pastel más bonito! Feliz cumpleaños, pequeño. ¿Cuántos cumples? —Cuenta con rapidez las velas—: Ocho, nueve, diez. ¡Cómo pasa el tiempo! —se maravilla falsamente, y con la intención de hurgar en la herida, añade—: Todavía puedo verlo, así de pequeño, corriendo entre las piernas de su abuelo. ¿Cuánto hace de eso?
—Casi cuatro años —contesta con dignidad la abuela.
—¿Cuatro años ya? Parece que fue ayer —prosigue con una malevolencia apenas disimulada. Hurga en los bolsillos—. Si lo hubiera sabido, habría traído algo para el niño, pero mientras tanto... —Saca un caramelo del bolsillo y se lo tiende a Arturo—: Toma, guapo. Feliz cumpleaños —se siente obligado a añadir.
La abuela lanza una mirada a su nieto. «Pórtate bien», parece decirle. Arturo capta el mensaje, así que toma el caramelo como quien acepta una joya.
—¡Oh, qué amable! No tenía por qué hacerlo. Además, éste no lo tenía —le dice con un humor de lo más despreciativo.
Davido se contiene, aunque le dan ganas de reprenderlo por su impertinencia.
—También tengo algo para usted, señora —suelta a modo de venganza.
La abuela lo interrumpe.
—Escuche, señor Davido, es muy amable de su parte, pero de verdad que no necesito nada, excepto pasar esta velada a solas con mi nieto. Así que, sea cual sea el motivo de su visita, le rogaría que se marchara enseguida de esta casa, en la que no es bien recibido.
A pesar de toda su educación, la abuela no ha dejado ninguna duda sobre el contenido de su mensaje. Por desgracia, a Davido le trae sin cuidado. Ha encontrado lo que buscaba en el bolsillo.
—¡Ah! ¡Aquí está! —exclama, mostrando una hoja doblada por la mitad dos veces—. Como el cartero sólo viene una vez por semana a su casa, he dado un pequeño rodeo para evitarle una espera demasiado larga. Hay novedades que más vale saber lo antes posible —explica con una benevolencia fingida.
Tiende la hoja a la abuela, quien la toma y se pone las gafas.
—Es la orden de anulación de su escritura de propiedad por pagos pendientes —adelanta—. Procede directamente de la oficina del gobernador.
La abuela empieza a leer, contrariada.
—Se ha ocupado él en persona —precisa Davido—. Lo cierto es que este asunto se ha demorado demasiado.
Arturo no necesita leer nada para fulminar a ese hombre horroroso con la mirada.
Davido le sonríe con una mirada viperina.
—El documento rescinde definitivamente su escritura de propiedad con fecha 28 de julio y valida al mismo tiempo la mía. Lo que explica, en parte, mi tendencia natural a sentirme aquí como en mi propia casa.
Davido se siente muy orgulloso de su golpe. Ha sido tan fácil que casi podría tener remordimientos.
—Pero tranquilícese —aclara—, no voy a echarla como hace usted hoy conmigo. Le concederé tiempo para que se prepare.
La abuela ya se espera lo peor.
—Le doy cuarenta y ocho horas —suelta Davido con frialdad—. Mientras tanto, siéntase en mi casa... como en la suya —añade con maldad.
Si las miradas matasen, Davido ya no habría estado en este mundo.
La abuela, por su parte, parece extrañamente serena. Relee metódicamente el último párrafo de la carta, antes de decir:
—Sin embargo, observo que sigue habiendo un pequeño problema.
Davido se yergue, inquieto.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Con su afán por hacerle un favor, su amigo el gobernador sólo ha olvidado un detalle.
Ahora le toca a Davido temerse lo peor. El error, el imprevisto que podría hacer fracasar todos sus planes.
—¿De qué se trata? —pregunta con indiferencia.
—Simplemente, se ha olvidado... de firmar.
La abuela vuelve la hoja y se lo muestra.
Davido parece más perdido que un pulpo en un garaje. Se han acabado las palabras bonitas, los gestos ambiguos. Está plantado delante de su documento, callado como un muerto.
Arturo se contiene para no gritar de alegría. Sería hacerle demasiados honores. Hay que conservar una actitud de desprecio. De indiferencia. La abuela dobla con calma la carta y se la entrega a Davido.
—Así pues, hasta que se demuestre lo contrario, usted sigue estando en mi casa. Y como no poseo su legendaria delicadeza, le doy diez segundos para marcharse antes de que llame a la policía.
Davido busca una palabra que le permita salir con elegancia de la situación, pero no la encuentra.
Arturo descuelga el teléfono.
—Sabe contar hasta diez, ¿no? —suelta.
—Va... Va a lamentar esta insolencia. Se lo aseguro —termina por afirmar Davido.
Da media vuelta y cierra la puerta a sus espaldas, tan fuerte que sus predicciones se cumplen y le cae la campana en la cabeza.
A trompicones, aturdido por el dolor, choca también con la columna de madera, a pesar de que es bien visible, pierde el equilibrio y se cae sobre la grava.
Al final llega al coche, se pilla la parte inferior de la chaqueta al cerrar la puerta y arranca en medio de una nube de polvo. Pero el polvo es muy de su estilo.


El cielo acaba de pintarse de naranja. El sol intenta recorrer la colina, como en el maravilloso grabado que Arturo acaricia con suavidad.
Es una sabana africana, bañada por la luz del ocaso. Casi se percibe el calor.
Arturo está en su cama, muy bien peinado y desprendiendo un olor a manzana. Tiene un gran libro encuadernado en piel sobre las rodillas.
Es un libro que lo acompaña todas las noches al país de los sueños.
La abuela está a su lado y parece particularmente emocionada por el grabado.
—Todas las tardes gozábamos de este espectáculo maravilloso. Y tu madre vino al mundo precisamente frente a este paisaje —cuenta la abuela. Arturo no se pierde ni una palabra—. Mientras daba a luz dentro de una tienda, tu abuelo estaba fuera y pintaba este paisaje.
Arturo sonríe, divertido por su abuelo.
—Pero ¿qué hacíais en África? —pregunta el niño con ingenuidad.
—Yo era enfermera. Tu abuelo era ingeniero. Construía puentes, túneles, carreteras. Allí nos conocimos. Teníamos las mismas inquietudes. El deseo de ayudar y de descubrir a esas personas maravillosas que son los africanos.
Arturo pasa con delicadeza la página para ver la siguiente.
Es un dibujo a color. Una tribu africana con todos sus miembros al completo, medio desnudos, cargados de collares y de amuletos. Son muy altos y delgados, tan esbeltos que se dirían parientes lejanos de las jirafas.
—¿Quiénes son? —pregunta Arturo, fascinado.
—Los bogo-matasalái —le responde la abuela—. Tu abuelo había entablado amistad con ellos, por su increíble historia.
Con eso basta para despertar la curiosidad de Arturo. —¿Ah, sí? ¿Qué historia?
—Esta noche, no, Arturo. Quizá mañana —le responde la abuela, que ya estaba muy cansada.
—¡Venga! ¡Por favor, abuela! —insiste Arturo, con su mejor cara de niño bueno.
—Todavía tengo que arreglar la cocina —se defiende la abuela. Pero Arturo puede más que el cansancio.
—Sólo cinco minutos, por favor... Por mi cumpleaños —pide con voz zalamera.
La abuela no puede resistirse más.
—Sólo un minuto —accede finalmente.
—Un minuto —asegura Arturo, honrado como un dentista.
La abuela se instala un poco más cómodamente, y su nieto la imita enseguida.
—Los bogo-matasalái son todos muy altos y, de adultos, ninguno de ellos mide menos de dos metros. No siempre es fácil vivir siendo tan alto, pero ellos decían que la naturaleza los había hecho así y que, por fuerza, en algún sitio tenía que haber un complemento, alguien que compensara, un hermano que te trae lo que tú no tienes y viceversa.
Arturo está cautivado. La abuela se deja llevar por su público.
—Los chinos lo llaman el yin y el yang. Los bogo-matasalái lo llaman «hermano-naturaleza». Y, a lo largo de los siglos, han buscado su otra mitad, la que les traería por fin el equilibrio.
—¿Y la han encontrado? —pregunta de inmediato Arturo, demasiado ansioso como para permitir ningún suspense narrativo.
—Después de más de trescientos años de búsqueda por todos los países africanos..., sí —confirma la abuela—. Era otra tribu que, para colmo, vivía justo al lado de la suya. Apenas a unos metros, para ser precisos.
—¿Cómo es posible? —se asombra Arturo.
—Se trataba de la tribu de los minimoys y tenía la particularidad de medir... ¡apenas dos milímetros!
La abuela pasa la página y se puede ver a esta famosa tribu, situada al abrigo de un diente de león.
Arturo se queda boquiabierto. Es la primera vez que oye estas maravillosas historias, ya que el abuelo siempre prefería el relato faraónico de sus grandes obras.
Arturo pasa de una página a otra, como para apreciar mejor la diferencia de estatura.
—¿Y... se entendían bien? —pregunta.
—¡De maravilla! —asegura la abuela—. Se ayudaban mutuamente en los trabajos que no podían efectuar. Si unos talaban un árbol, los otros exterminaban los parásitos. Los infinitamente grandes y los infinitamente pequeños están hechos para entenderse. Juntos tenían una visión única y completa del mundo que los rodeaba.
Arturo está fascinado, casi embriagado. Pasa a la página siguiente y descubre un pequeño ser que va a sacudir su corazón infantil.
Dos enormes ojos azules bajo un mechón pelirrojo y rebelde, una boca de mandarina, una mirada tan traviesa como la de un joven zorro y una sonrisita que derretiría al más gélido esquimal.
Arturo aún no sabe que acaba de enamorarse. De momento, sólo ha notado un calor intenso en la barriga y ha sentido que un aire diferente, perfumado, le ha llenado los pulmones.
La abuela lo observa de reojo, feliz de asistir a este maravilloso comienzo.
Tras un carraspeo, Arturo acierta a pronunciar unas palabras.
—¿Quién..., qué..., quién es? —farfulla.
—Es la hija del rey de los minimoys. La princesa Selenia —dice simplemente la abuela.
—Es bonita —suelta Arturo antes de contenerse—. Quiero decir... Está bien... la historia... ¡Es increíble!
—Tu abuelo era ciudadano de honor de los bogoma-tasalái. Hay que decir que hizo mucho por ellos: los pozos, las redes de irrigación, los embalses... Incluso les enseñó a utilizar los espejos para comunicarse a distancia y transportar energía —detalla la abuela con un orgullo indudable—. Y, cuando llegó el momento de irnos, para darle las gracias, le ofrecieron un saquito lleno de rubíes, más grandes unos que otros.
—¡Caramba! —exclama Arturo.
—Pero tu abuelo no deseaba ese tesoro. Lo que él quería era algo muy distinto —confía la abuela—. Quería el secreto que le permitiera unirse a los minimoys.
Arturo se queda pasmado. Lanza una mirada al dibujo de la princesa Selenia y se vuelve después hacia su abuela.
—¿Y... se lo concedieron? —pregunta, como si nada, cuando la respuesta podría cambiar toda su vida.
—Nunca lo he sabido —contesta la abuela, aparentemente sincera—. Estalló la Primera Guerra Mundial, yo volví a Europa y tu abuelo se quedó en África toda la guerra. Durante seis años no recibí noticias suyas —confía—. Tu madre y yo estábamos convencidas de que nunca más volveríamos a verlo. Con lo valiente que era, tenía muchas probabilidades de morir en combate —concluye.
Arturo espera la continuación con impaciencia.
—Y entonces, un día, recibí una carta con una foto de la casa y una petición de matrimonio. ¡Todo a la vez!
—¿Y qué pasó? —pregunta Arturo, muy agitado.
—¡Pues que me desmayé! Era demasiado, tan de repente —confiesa la abuela.
Arturo se echa a reír al imaginarse a su abuela patas arriba con una carta en la mano.
—Y después, ¿qué hiciste?
—Pues... me reuní con él. Y nos casamos —dice, como si fuera algo que cayera por su propio peso.
—El abuelo es muy fuerte —suelta Arturo.
La abuela se ha levantado y ha cerrado el libro.
—Sí. Y yo, desde luego, muy débil. Han pasado mucho más de cinco minutos. ¡A la cama!
Levanta bien las sábanas para que Arturo pueda deslizar las piernas.
—A mí también me gustaría ir a ver a los minimoys —asegura el pequeño mientras tira del embozo para taparse hasta el cuello—. Si el abuelo vuelve algún día, ¿crees que me confiará su secreto?
—Si eres bueno y te portas bien, se lo pediré en tu nombre.
Arturo le echa los brazos al cuello.
—Gracias, abuela. Sabía que podía contar contigo.
La mujer se suelta de este encantador abrazo y se levanta.
—Y ahora, ¡a dormir! —ordena con firmeza.
Arturo se vuelve de golpe, se deja caer sobre la almohada y finge que ya está dormido.
La abuela le da un cariñoso beso, toma el libro y apaga la luz para dejar a Arturo soñando con los angelitos, o puede que también con Selenia.
La abuela entra en el despacho de su marido cautelosamente, evitando los listones de madera que crujen demasiado al pisarlos.
Devuelve el precioso libro a su sitio y se detiene un momento ante el retrato de su marido.
Deja escapar un suspiro, que resuena en el silencio de la noche.
—Te echamos de menos, Archibald —confiesa finalmente—. Te echamos muchísimo de menos.
Apaga la luz y cierra la puerta con pesar.

Continuará...




Arthur y los Minimoys Capítulo I

Arthur y los Minimoys
Autor: Luc Besson
Traducción : Laura Paredes
Primer Capítulo
© 2005, Ediciones B, S. A.,
en español para todo el mundo
Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España)
www. edicionesb.com
                                                                  
Capítulo I

 El campo, ondulado y verde como de costumbre, sucumbía bajo un sol abrasador. Un cielo azul lo protegía con unas nubecillas de algodón dispuestas a ejercer de salvadoras.


El campo estaba hermoso, como todas las mañanas de esas largas vacaciones de verano que hasta los pájaros parecían aprovechar perezosamente.
En el hermoso paisaje nada permitía presagiar la formidable aventura que iba a empezar.


En medio del valle, junto al río, hay un jardín y una extraña casa. De estilo vagamente colonial, es toda de madera con un largo porche. A un lado hay un espacioso garaje que sirve más bien de taller y que tiene adosada una gran cisterna de madera.


Un poco más lejos, un viejo molino de viento domina el jardín, como un faro erguido en la costa. Parece girar un poco para agradar a la vista. Hay que decir que en este rinconcito de paraíso, incluso el viento sopla agradablemente.
Sin embargo, lo que se dispone a invadir esta casa apacible será un soplo de terror.


La puerta de entrada estalla literalmente y una señora bastante gruesa toma posesión de la escalinata.
—¿Arturo? —llama a voz en grito.
La abuela ya ha cumplido los sesenta. Es más bien rolliza, aunque su bonito vestido negro, ribeteado de encaje, pretenda disimular sus redondeces.
Termina de ponerse los guantes, se ajusta el sombrero y toca la campana con energía.
—¡Arturo! —brama otra vez, sin obtener tampoco respuesta.
»¿Dónde se habrá metido? ¿Y el perro? ¿También ha desaparecido?... ¡Alfred!
La abuela ruge como una tormenta lejana. No le gusta llegar tarde.
Da media vuelta y entra de nuevo en la casa.


El interior está decorado con sobriedad, pero con gusto. El suelo de madera está bien encerado y los tapetitos de encaje han invadido todos los muebles, como la hiedra se apodera de los muros.


La abuela se pone las zapatillas sobre el calzado para no rayar la madera del entarimado y cruza el salón.
—«¡Es un excelente perro guardián, ya lo verá!» —refunfuña—. ¿Cómo me he dejado engañar de este modo?
Llega a la escalera que conduce a las habitaciones.
—¡Me gustaría saber qué porras vigila ese perro! ¡Pero si nunca está en casa! ¡Como Arturo! ¡Es que no paran quietos! —gruñe, abriendo la puerta de un dormitorio. Salta a la vista que es la habitación de Arturo.
Está bastante ordenado para tratarse del cuarto de un niño, pero la tarea parece fácil, ya que apenas hay juguetes, salvo unos cuantos de madera que parecen antiguos.
—¿Crees que les importa que su pobre abuela ande corriendo tras ellos todo el día? ¡Qué va! —se queja mientras se acerca al extremo del pasillo—. No pido nada del otro mundo. Sólo que se esté quieto cinco minutos. Como todos los niños de su edad —dice levantando los ojos hacia el cielo, y entonces se detiene de golpe. Ha tenido una idea. Aguza el oído: la casa está extrañamente silenciosa.
La abuela se pone a hablar en voz baja.
—Cinco minutos de calma... ¿Dónde podría jugar tranquilamente... en un rincón... sin hacer ruido...? —murmura mientras avanza por el pasillo.
Se acerca a la última puerta, donde hay una placa de madera: «Prohibida la entrada.»
Abre despacio la puerta para sorprender a cualquier posible intruso.
Por desgracia, la puerta la traiciona con un chirrido tenue pero socarrón.
La abuela esboza una mueca, de modo que se diría que el chirrido le sale de la boca.
Asoma la cabeza a la habitación prohibida.


Se trata de un desván dispuesto como una oficina inmensa, una mezcla de mercadillo alegre y de taller de profesor chiflado. A un lado y otro de la oficina, una gran biblioteca rebosante de libros viejos encuadernados en piel. Encima, una bandera de seda decora el mueble y nos plantea un enigma: «Las palabras a menudo esconden otras.»
Al parecer nuestro sabio es también un filósofo.


La abuela avanza despacio entre los objetos, de estilo claramente africano. Por todas partes hay lanzas que parecen haber crecido del suelo como cañas. Una colección soberbia de máscaras africanas cuelga de la pared. Son magníficas, excepto... que falta una. Un clavo destaca solitario en medio de la pared.
Éste es el primer indicio que encuentra la abuela. Ahora sólo tiene que seguir los ronquidos, que cada vez se oyen más fuerte.


La abuela avanza un poco más y descubre a Arturo tumbado en el suelo, con la máscara africana puesta, lo que amplifica sus ronquidos.
Por supuesto, Alfred está acostado a su lado y lleva el compás dando golpecitos con la cola sobre la máscara de madera.
La abuela no puede evitar sonreír ante esta conmovedora escena.
—¡Al menos podrías contestar cuando te llamo! ¡Hace una hora que ando buscándote! —murmura al perro para no despertar a Arturo con excesiva brusquedad. Alfred se muestra compungido.
»Oh, no pongas carita de pena. Sabes muy bien que no quiero que vengas a la habitación del abuelo y toques sus cosas —añade con firmeza antes de apartar con cuidado la máscara de la cara de Arturo.
Su cabecita de ángel travieso aparece bajo la luz. La abuela se derrite como la nieve al sol. Es cierto que, cuando duerme, ese chiquillo lleno de pecas y desgreñado está para comérselo a besos. Y es muy bonito ver cómo descansa la inocencia, con cuánta despreocupación se abandona un chiquillo.
La abuela suspira de felicidad ante este angelito que llena su vida.
Alfred gime un poco, seguro que de celos.
—¡Ya está bien, hombre! Más vale que desaparezcas durante un rato —le advierte la abuela. Alfred parece entender el consejo.
La abuela acaricia la cara del niño.
—¿Arturo? —murmura con cariño, pero los ronquidos no remiten.
Levanta la voz.
—¡Arturo! —grita en la habitación, que le devuelve el eco. El chiquillo se endereza sobresaltado, con la ropa hecha un guiñapo.
—¡Socorro! ¡Un ataque! ¡A mí, los hombres! ¿Alfred? ¡Formad el círculo! —balbucea medio dormido. La abuela lo sujeta enérgicamente.
—¡Tranquilo, Arturo! Soy yo. Soy la abuela —le repite varias veces. Arturo se despierta del todo y parece comprender dónde está y, sobre todo, quién le habla.
—Perdona, abuela... Estaba en África.
—Ya veo —le responde ella, sonriendo—. ¿Has tenido buen viaje?
—¡Formidable! Estaba con el abuelo en una tribu africana. Eran amigos.
La abuela asiente y se presta al juego.
—Estábamos rodeados por decenas de fieros leones que habían salido de la nada.
—¡Oh, Dios mío! ¿Y qué has hecho para escapar de semejante situación? —se muestra (falsamente) inquieta la abuela.
—Yo, nada —responde con modestia—. El abuelo lo ha hecho todo. Ha desplegado una tela enorme y la ha tendido en medio de la sabana.
—¿Una tela? ¿Qué tela? —pregunta la abuela.


Arturo ya se ha incorporado y se sube a una caja para alcanzar el estante que le interesa.
Agarra un libro y lo abre rápidamente por la página deseada.
—Ahí. ¿Lo ves? Ha pintado un lienzo y lo ha colocado formando un círculo. Así, los animales salvajes dan vueltas y son incapaces de encontrarnos. Es como si fuéramos... invisibles —afirma con satisfacción.
—¡Invisibles, pero no inodoros! —replica la abuela.
Arturo finge que no la ha entendido.
—¿Te has duchado esta mañana? —añade la buena señora.
—Estaba a punto de hacerlo cuando he encontrado este libro. Es tan apasionante que, la verdad, he olvidado un poco todo lo demás —confiesa el niño mientras hojea las páginas—. Mira todos estos dibujos. Son las obras que el abuelo ha hecho para las tribus más aisladas.
La abuela observa de reojo los dibujos que se sabe de memoria.
—Lo que veo, sobre todo, es que le interesaban más las tribus africanas que la suya propia —comenta con humor.


Arturo se ha centrado de nuevo en los dibujos.
—Mira éste. Excavó un pozo muy profundo e instaló todo un sistema con cañas para transportar el agua a más de un kilómetro.
—Es ingenioso, pero los romanos inventaron el sistema mucho antes que él. Se llamaba acueducto —le recuerda la abuela.
Ésa es una página de la historia de la que al parecer Arturo no tiene ninguna noticia.
—¿Los romanos? Nunca había oído hablar de esta tribu —comenta ingenuamente.
La abuela no puede evitar sonreír y aprovecha para pasarle la mano por los cabellos despeinados.
—Es una tribu muy antigua que vivía en Italia hace muchísimo tiempo —explica al pequeño—. El jefe se llamaba César.
—¿Como la ensalada? —le pregunta Arturo con interés.
—Sí, como la ensalada —le responde la abuela, sin dejar de sonreír—. Venga, ordena todo esto, tenemos que ir a la ciudad a hacer unas compras.
—Entonces, ¿hoy no hay ducha? —se alegra Arturo.
—No, al menos de momento. Ya te ducharás cuando volvamos. Venga, date prisa —le apremia la abuela.


Arturo ordena metódicamente los libros que ha esparcido mientras la abuela devuelve la máscara africana a su sitio. Es cierto que todas esas máscaras de guerreros con las que obsequiaron a su marido en señal de amistad tienen un porte altivo. La abuela las mira un instante y quizá rememora alguna de las aventuras que compartió con su esposo, ahora desaparecido.
La nostalgia la invade por unos segundos y lanza un hondo suspiro, largo como un recuerdo.
—¿Abuela? ¿Por qué se marchó el abuelo?
La frase resuena en medio del silencio y pilla a la abuela en plena nostalgia.
Mira a Arturo, que está frente al retrato del abuelo, en el que aparece con el casco y el atuendo colonial de rigor.
La abuela elige las palabras con cuidado, como hace siempre que la emoción la embarga. Se acerca a la ventana abierta y respira profundamente.
—Ya me gustaría saberlo —dice antes de cerrar la ventana. Se queda ahí un momento para observar el jardín a través de los cristales.
Un viejo enanito de jardín le sonríe, plantado con dignidad al pie de un roble imponente que domina el lugar.
¿Cuántos recuerdos habrá acumulado ese viejo roble en su vida?
Es probable que pudiera contar esta historia mejor que nadie, pero es la abuela quien habla:
—Pasaba mucho tiempo en su jardín, cerca de ese árbol que tanto le gustaba. Decía que tenía trescientos años más que él. Ese viejo roble debía de tener, por fuerza, muchas cosas que enseñarle.


Sin hacer ruido, Arturo ha apoyado un poco el trasero en el sillón y se deleita con la narración que empieza.
—Todavía puedo verlo, observando con su catalejo las estrellas durante toda la noche —explica la abuela con la voz más dulce—. La luna llena brillaba en el campo. Era... magnífico. Cuando estaba así, apasionado, agitado como una mariposa atraída por la luz, no me cansaba de mirarlo.
La abuela sonríe al revivir la escena. Luego, poco a poco, su buen humor se desvanece y se pone seria.



—Pero un día, al alba, el catalejo estaba ahí... Pero él había desaparecido. De eso hace casi cuatro años.
Arturo se asombra un poco.
—¿Desapareció sin avisar ni nada?
La abuela mueve despacio la cabeza.
—Debió de ser algo pero que muy importante para marcharse así, sin dejar ni una nota —suelta en tono ligero.
Da una palmadita, como se hace con una pompa de jabón para romper el hechizo.
—¡Venga! No, si al final aún llegaremos tarde. Corre, ponte la chaqueta.
Arturo se va corriendo alegremente hacia su habitación. Sólo los niños tienen esta capacidad de pasar con tanta facilidad de una emoción a otra, como si, al tener diez años, las cosas más pesadas en realidad carecieran de peso.
La abuela sonríe ante esta idea. A ella, en cambio, le resulta mucho más difícil olvidar el peso de las cosas y tarda al menos varios minutos.


La abuela se ha vuelto a poner el sombrero.
Cruza el jardín delantero y se dirige hacia el Chevrolet, una camioneta más fiel que una vieja mula.
Arturo se apresura a ponerse la chaqueta y rodea automáticamente el vehículo, como un buen pasajero.
Un paseo en esta astronave, digna de los pioneros del espacio, siempre es una aventura.
La abuela toca dos o tres botones y acciona la llave, que va más dura que el pomo de una puerta.
El motor tose, se acelera, y a continuación se bloquea, escupe y termina por arrancar.
Arturo adora el suave ronroneo del viejo motor diésel, que le recuerda mucho el ruido de una lavadora mal calzada.
Alfred, el perro, está muy lejos de todas estas consideraciones y, por consiguiente, también lejos de la camioneta. Todo este ruido inútil lo deja perplejo.
La abuela se dirige a él:
—¿Sería posible, si no te molesta, por supuesto, que me hicieras excepcionalmente un favor?
El perro yergue una oreja. Los favores suelen conllevar ciertas recompensas.
—¡Vigila la casa! —le ordena en tono autoritario.
El perro ladra, aunque no sabe muy bien qué acaba de aceptar.
—Gracias. Muy amable de tu parte —le responde educadamente la abuela.
Suelta el freno de mano, similar a una palanca de paso a nivel, y conduce la camioneta hacia la salida.
Se levanta una nube de polvo que pone de manifiesto la suave brisa que mece sin interrupción este paisaje encantador. Y el coche se aleja por la colina verde siguiendo la estrecha carretera que serpentea hacia la civilización.


El pueblo no es demasiado grande, pero sí muy agradable.
Casi todas las tiendas y comercios se hallan en la calle principal.
En el pueblo sólo se pueden comprar cosas útiles: cuando se vive tan lejos de todo, no hay lugar para lo superfluo.
La civilización todavía no ha golpeado con toda su fuerza este agradable lugar que parece haberse detenido de forma natural en el tiempo.
Y aunque ya han instalado las primeras farolas en la calle principal, aún se ven más vehículos tirados por caballos y bicicletas que automóviles.
Por eso la camioneta de la abuela es admirada como si se tratara de un Rolls. Acaba de aparcar frente a una tienda, sin ninguna duda la más importante del pueblo. Un letrero imponente luce con orgullo el nombre del propietario y su función:
«DAVIDO CORPORATION. Alimentación general.»
Esto significa que en ese comercio se vende casi de todo.
A Arturo le gusta mucho ir al supermercado, la única tienda que hace las veces de estación espacial en esta región casi medieval. Y, como él orbita en un Spútnik, todo eso tiene su lógica, aunque esa lógica sólo la entiendan los niños.
La abuela se arregla un poco antes de entrar en el edificio, sobre todo antes de cruzarse con Martín, el agente de policía.
Martín es un hombre de unos cuarenta años, bastante jovial y con los cabellos ya entrecanos. Tiene una mirada de cocker y una sonrisa que lo compensa todo.
El trabajo policial no es su fuerte, pero la fábrica le quedaba demasiado lejos de casa.


Martín se adelanta y abre la puerta a la abuela.
—Gracias, señor agente —le dice con amabilidad la abuela, en absoluto insensible a la cortesía masculina.
—De nada, señora Suchot. Es siempre un placer verla en la ciudad —le responde en tono vagamente seductor.
—Es siempre un placer verlo, señor agente —replica la abuela, muy contenta de entretenerse un poco.
—El placer es siempre mío, señora Suchot. Y le aseguro que por aquí los placeres no abundan.
—Le creo, señor agente —admite la abuela.
Martín da vueltas a la gorra entre las manos, como si eso fuera a ayudarle a entablar conversación.
—¿Necesita algo por allá arriba? ¿Está todo en orden?
—Sí. Mucho trabajo, pero así no nos aburrimos. Como siempre. Además, tengo al pequeño Arturo. Es una suerte que haya un hombre en casa —asegura, acariciando la pelambrera desordenada del pequeño.
Eso es algo que Arturo no soporta. Tiene la impresión de ser un renacuajo, un bufón.
Se aparta con un gesto inequívoco, lo cual incomoda a Martín.
—¿Y... el perro que le vendió mi hermano? ¿Le resulta útil?
—Ya lo creo. Es una auténtica fiera. Totalmente indomable —le confía la abuela—. Suerte que mi pequeño Arturo, que conoce perfectamente África, ha sabido dominarlo gracias a las técnicas de doma que le han enseñado unas tribus remotas que viven en el corazón de la selva —le cuenta—. El animal está ahora bien domado, aunque sabemos que la fiera sigue dormida en su interior. Y la verdad es que duerme mucho —añade con humor.
Martín está un poco desconcertado, sin saber dónde termina la realidad y dónde empieza la broma.
—Vaya, vaya... Me deja de piedra, señora Suchot —farfulla. Y a continuación se despide, aunque a regañadientes—: Bueno, pues... hasta luego, señora Suchot.
—Hasta luego, señor agente —le contesta amablemente la abuela.
Martín los observa mientras entran en el establecimiento y suelta con cuidado la puerta, como se suelta un suspiro.


Arturo tira con todas sus fuerzas para separar dos carritos metálicos, que al parecer están enamorados.
Se reune con su abuela, que ya se encuentra en uno de los cuatro pasillos con la lista de la compra en ristre.
Arturo desliza los pies por el suelo, el mejor modo de frenar el carrito.
Se acerca mucho a su abuela para que no le oigan.
—Dime, abuela, ¿no intentaba ligar contigo el policía? —le pregunta Arturo con descaro.
La abuela se asusta un poco, pero al menos no parece que nadie lo haya oído. Carraspea un momento mientras elige bien las palabras.
—¡Pero, Arturo! ¿De dónde has sacado este vocabulario? —se asombra.


—Bueno, es verdad, ¿no? Cuando te ve, camina como un pato y parece que se va a comer la gorra. Y señora Suchot por aquí, señora Suchot por allá...
—¡Basta, Arturo! —exclama con sequedad la abuela—. ¿Dónde están tus modales? No puedes hablar de la gente comparándola con un pato —dice, disgustada.
Arturo se encoge de hombros, poco convencido de su falta de educación, ya que lo único que ha hecho es decir una verdad. La misma verdad de siempre, la que los niños se inventan y que a menudo desbarata las nuestras.
La abuela recupera la compostura e intenta ofrecer una explicación para confrontar las dos verdades.
—Es amable conmigo, como lo son todas las personas del pueblo —aclara con seriedad—. Tu abuelo era muy querido aquí, porque ayudaba un poco a todo el mundo con sus inventos, como ya hacía en otros pueblos en África. Y desde que desapareció, la gente me ha apoyado mucho.


La conversación se pone seria. Arturo lo ha notado y ha dejado de gesticular.
—Y créeme, sin la amabilidad y la ayuda de mis vecinos, no habría podido soportar tanta pena —reconoce la abuela con humildad.
Arturo guarda silencio. Un niño de diez años no siempre sabe qué decir.
La abuela le acaricia la cabeza con cariño y le confía la lista de la compra.
—Toma. Hazlo tú. Ya sé que te divierte. Yo tengo que ir a buscar una cosa a la tienda de la señora Rosenberg. Si terminas antes que yo, me esperas en la caja.
Arturo asiente con la cabeza, encantado ante la idea de recorrer los pasillos a bordo de su nave de hierro.
—¿Puedo comprar pajitas? —pregunta con cara de niño bueno.
La abuela le dirige una enorme sonrisa.
—Sí, cariño. Todas las que quieras.
No hace falta nada más para que sea una mañana memorable.
La abuela cruza la calle principal sin olvidarse de mirar bien a derecha e izquierda, aunque no parece realmente indispensable, ya que apenas hay tráfico. Quizá sea un viejo reflejo de otra época, cuando ella y su marido recorrían las grandes capitales de Europa y África.
Entra en la pequeña ferretería de los Rosenberg, cuya campanilla de la entrada es todo un espectáculo.
La señora Rosenberg aparece como un muñeco de resorte que sale de su caja.
Hay que decir que hacía más de una hora que estaba pegada al escaparate, observando la calle a la espera de que llegara su amiga.
—¿No la ha seguido? —le pregunta de inmediato, demasiado nerviosa para dar los buenos días. La abuela echa un rápido vistazo de comprobación.
—Espero que no. Creo que no sospecha nada.
—¡Perfecto! ¡Perfecto! —exclama la ferretera, que se dirige a la trastienda.
Se inclina tras el imponente mostrador de cedro del Líbano y saca un paquete, metido en una bolsa de papel. Lo deposita con delicadeza sobre la vieja madera.
—Aquí lo tiene todo —le suelta la tendera con una sonrisa tan alegre que le da la apariencia de una chiquilla.
—Gracias, es usted un encanto. No sabe el favor que me ha hecho. ¿Qué le debo?
—¡Cómo se le ocurre! ¡Nada en absoluto! Ha sido un placer.
La abuela se queda de una pieza y sólo la buena educación la impulsa a insistir:
—Señora Rosenberg, es usted muy amable, pero no puedo aceptar.
La ferretera le contesta poniéndole el paquete en las manos.
—No insista y dese prisa antes de que empiece a sospechar.
Casi puede decirse que la está echando a la calle, pero de todas formas la abuela se detiene en la puerta.
—Esto es demasiado... y... Ni siquiera sé cómo darle las gracias —confiesa con cierta tristeza.
La ferretera le da unas palmaditas amistosas.
—Me ha permitido participar. Nada podría complacerme más.
Las dos mujeres mayores intercambian una sonrisa de complicidad. Hay que tener más de sesenta años para compartir esta clase de sonrisa sin echarse a llorar de inmediato.
—Venga, váyase —le suelta la ferretera—. Ah, y la espero mañana para que me lo cuente con todo lujo de detalles.
La abuela asiente con aire alegre.
—Sin falta. Hasta mañana.
—Hasta mañana —responde la tendera, antes de volver a su puesto de observación en el rincón del escaparate.
Ya en la calle, la abuela ha abierto la camioneta y ha ocultado el misterioso paquete bajo una vieja manta.
—¡Ay, qué nervios! —murmura la ferretera, dando unas palmaditas.


Cuando la abuela se reune con Arturo en la caja, el pequeño ya está a punto de vaciar el carrito sobre la pequeña cinta transportadora. Qué puede haber más divertido, en efecto, que jugar a trenes con los macarrones, el dentífrico, el azúcar, el champú y las manzanas.
La abuela lanza una mirada a la cajera, que parece estar al corriente de todo.
La joven con bata la tranquiliza con un gesto disimulado. Pasa un paquete de pajitas, como si nada.
—¿Lo has encontrado todo? —le pregunta la abuela.
—Sí, sí —le responde Arturo, concentrado en los cambios de vía.
Un segundo paquete de pajitas pasa por delante de las narices de la abuela.
—Tenía miedo de que no entendieras mi letra.
—No. Ningún problema. Y tú, ¿has encontrado lo que buscabas?
El pánico invade a la abuela. A veces, mentir a un niño es lo más difícil del mundo.
—Sí... Bueno, no. De hecho... es que aún no lo tienen. Puede que lo reciban la semana que viene —balbucea mientras llena, nerviosa, las primeras bolsas de la compra con paquetes de pajitas.
Preocupada por su mentira, no reacciona hasta el sexto paquete de cien pajitas:
—¿Arturo? Pero... ¿Qué piensas hacer con tantas pajitas?
—Me has dicho que podía comprar todas las que quisiera, ¿no?
—Sí, bueno... Era una forma de hablar —farfulla.
—¡Es el último! —asegura el pequeño para interrumpir la conversación y lograr que su atraco prospere. La abuela busca las palabras. La cajera adopta una expresión contrita, ya que no había recibido ninguna consigna concreta sobre la cuestión de las pajitas.
La vieja camioneta, más cansada aún que a la ida, termina aparcada cerca de la ventana de la cocina. Así les costará menos llevar los paquetes.
Arturo empieza a acumular las bolsas en el alféizar de la ventana.
Ayudar a su abuela es algo natural para nuestro héroe, pero hoy parece tener prisa por terminar. El deber lo reclama en otra parte.
La abuela ha captado el mensaje.
—No te preocupes, cariño. Ya lo haré yo. Ve a jugar mientras todavía haya luz.
Arturo no insiste: toma la bolsa llena de pajitas y se larga corriendo y ladrando. No, eso lo hace Alfred, que corre detrás de él para compartir su alegría.
Esta prisa no disgusta a la abuela, ya que así podrá sacar el paquete misterioso y esconderlo tranquilamente en el interior de la casa.


Arturo enciende el fluorescente, que crepita un poco antes de iluminar todo el garaje.
Como si se tratara de un ritual, el niño agarra un dardo cerca de la puerta y lo lanza hacia el otro extremo de la habitación. El proyectil da en el blanco.
—¡Sí! —exclama con un movimiento del brazo en señal de victoria.
Luego, se dirige hacia el banco, ocupado ampliamente por un trabajo.
Se trata de varias cañitas cortadas longitudinalmente con cuidado y en las que cada parte está llena de agujeritos.
Arturo rompe con entusiasmo la bolsa que contiene las pajitas y, a continuación, abre uno a uno los paquetes. Las hay de todas las clases, de todos los tamaños y de todos los colores.
Arturo duda al elegir la primera, como un cirujano vacilaría al escoger un bisturí.
Finalmente toma una e intenta encajarla en el primer agujerito de una de las cañas. El agujero es demasiado pequeño. No importa; Arturo saca de inmediato su navaja suiza y la aplica al interior del agujero. El segundo intento es un éxito rotundo y la pajita encaja a la perfección.
Arturo se vuelve hacia su perro, único testigo privilegiado de este instante memorable:
—Alfred, prepárate para admirar la mayor red de irrigación de toda la región —se enorgullece—. Más grande que la de César, más perfeccionada que la del abuelo... ¡Es la red Arturo!
Alfred bosteza de emoción.

Arturo, también conocido como el Constructor, cruza el jardín con la caña inmensa que contiene una decena de pajitas clavadas.
La abuela, ocupada aún en ordenar la compra, lo ve pasar desde las ventanas de la cocina.
Por un instante busca algo que decir, atónita ante lo que acaba de ver pasar, pero al final se limita a encogerse de hombros.
Arturo deposita con delicadeza la caña sobre unos pequeños trípodes preparados a tal efecto. A continuación, dispone todo el conjunto sobre una zanja cuidadosamente abierta.
En el fondo de la zanja, a intervalos regulares, crecen unos pequeños brotes verdes, comúnmente denominados rábanos.
Arturo corre hacia el garaje, agarra la manguera de riego y la desenrolla.
Ante la mirada inquieta de Alfred, más severa que la de un capataz, Arturo empalma la manguera de riego al extremo de la primera caña con plastilina, de todos los colores, por supuesto.
Después, desplaza la caña hasta que las pajitas quedan situadas encima de cada brote.
—Éste es el momento más delicado, Alfred. El sistema debe encajar al milímetro, de lo contrario corre el riesgo de provocar inundación o la destrucción total de la cosecha —afirma en voz baja, como si manipulara explosivos.
A Alfred le importan un rábano los rábanos y vuelve con la vieja pelota de tenis, que cae de lleno sobre un brote tierno.
—¡Alfred! ¡Ahora no! —exige Arturo—. Además, aquí no puede haber personal ajeno a la obra —añade antes de tomar la pelota y enviarla lo más lejos posible.
Evidentemente, Alfred cree que el juego acaba de empezar y sale zumbando en persecución de su presa imaginaria.
Arturo ha terminado los preparativos y corre hasta el grifo, adosado a la pared del garaje.
El perro vuelve con la pelota en la boca, pero su amo ha desaparecido.
Arturo pone la mano sobre el grifo y lo abre con reverencia.
—¡Para mayor gloria de Dios! —exclama, y echa a correr a lo largo de la manguera para llegar antes que el chorrito de agua.
En su carrera, se cruza con el perro, que va a su encuentro.
Alfred parece totalmente confundido ante esta nueva variante del juego.
Arturo se lanza al suelo y sigue a gatas el chorrito de agua que se vierte en la caña, rebota con suavidad en las paredes de madera y se va introduciendo en cada una de las pajitas.
Cada brote de rábano queda así agradablemente bañado.
Alfred deja la pelota, muy intrigado por esta máquina que hace pipí sobre todas las flores.
—¡Hurra! —grita Arturo, que agarra la pata delantera de su perro para felicitarlo.
—¡Bravo! ¡Felicidades! Es una obra notable que pasará a la historia, se lo aseguro —se felicita él mismo, dotando de palabra a su perro.
La abuela aparece en la escalera, con un delantal alrededor de la cintura.
—¿Arturo? ¡Al teléfono! —lo llama a gritos, como es su costumbre. Arturo suelta la pata del perro.
—Discúlpeme. Seguramente es el presidente de la Compañía de Aguas que me llama para felicitarme. Enseguida regreso con usted.


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