Arturo ha tomado tanto impulso que, al llegar al salón, consigue
cruzar toda la estancia patinando.
Agarra el teléfono y se tira sobre el enorme sofá.
—¡He construido todo un sistema de irrigación, como César! Pero
el mío no es para hacer ensaladas. Es para cultivar los rábanos de la abuela.
Así crecerán mucho más rápido —explica por teléfono, sin saber siquiera quién
es su interlocutor.
Pero son las cuatro y por fuerza ha de ser su madre, que lo
llama todos los días.
—¡Te felicito, cariño! ¿Quién es ese tal César? —le pregunta su
madre, un poco desbordada por tanta energía.
—Es un colega del abuelo —asegura el niño—. Espero que lleguéis
antes de que sea de noche para que podáis verlo. ¿Dónde estáis?
La madre parece un poco incómoda.
—Todavía estamos en la ciudad, de momento.
Arturo parece un poco decepcionado, pero eso no basta para hacer
mella en su moral de vencedor.
—Bueno... No pasa nada. Ya lo veréis mañana por la mañana —se
tranquiliza.
Su madre adopta su voz más dulce. Mala señal.
—Arturo... No podremos venir enseguida, cielo. —El cuerpecito de
Arturo se desinfla poco a poco, como un globo pinchado.
»Tenemos muchos problemas. La fábrica ha cerrado y... papá tiene
que encontrar otro trabajo —confiesa la madre con entereza.
—Podría venir aquí. Hay mucho trabajo en el jardín, ¿sabes?
—sugiere Arturo, inocentemente.
—Hablo de un trabajo de verdad, Arturo. Un trabajo con un sueldo
suficiente para mantenernos los tres.
—Con el sistema del abuelo, podríamos cultivar todo lo que
quisiéramos, ¿sabes? —comenta Arturo tras reflexionar unos segundos—. Y
tendríamos comida suficiente para los cuatro.
—Claro que sí, Arturo, pero el dinero no sirve sólo para eso.
Sirve también para pagar el alquiler y para...
Arturo la interrumpe, llevado por el entusiasmo.
—Aquí
podríamos vivir todos muy bien. Hay mucho espacio, y estoy seguro de que Alfred
estaría contento. Y la abuela también, claro.
Estas palabras casi vencen la paciencia y la amabilidad de su
madre.
—Escucha, Arturo. No compliques más las cosas. Ya es bastante
difícil. Papá ha de trabajar, así que nos quedaremos unos días más aquí, hasta
que encontremos algo —concluye con pesar.
Arturo no parece entender bien por qué su madre se obstina en
rechazar sus sensatas soluciones, pero ya se sabe que los mayores se aferran a
razones que escapan a toda lógica.
—Vale... —contesta, resignado.
Una vez cerrado el incidente, su madre adopta de nuevo su tono
dulce y amable.
—Pero eso no significa que no pensemos mucho en ti, sobre todo
en un día como hoy —dice, con una pizca de misterio en la voz—. Porque... hoy
es... ¡tu cumpleaños! —canturrea.
—Feliz cumpleaños, hijo —suelta de repente su padre al otro lado
del teléfono.
Arturo ya no está contento. Les da las gracias en tono
inexpresivo. Su padre finge que está contento.
—Creías que nos habíamos olvidado, ¿verdad? Pues no. ¡Sorpresa!
Diez años no se olvidan. Ahora ya eres un hombre. Todo un hombre, hijo mío.
Una parodia de felicidad que no engaña a nadie, y mucho menos a
Arturo.
La abuela lo observa desde el rincón de la cocina, como si
supiera que la conversación iba a ser dolorosa para su nieto.
—¿Te gusta tu regalo? —le pregunta su padre.
—¡Pero si aún no lo tiene, tonto! —se indigna su madre en voz
baja.
La mujer intenta arreglar el tremendo fallo de su marido:
—Lo he hablado con la abuela, Arturo. Mañana irás al pueblo con
ella y elegirás el regalo que quieras —le explica con cariño.
—Pero que no sea demasiado caro —suelta el padre, sin saber él
mismo si se trata de una broma.
—¡François! —le riñe la madre—. ¿Podrías tener cuidado con lo
que dices cinco minutos?
—Era... Era una broma. En fin... —balbucea el padre, como un mal
actor.
Arturo se queda helado. Un grifo se ha cerrado definitivamente
en algún sitio.
—Bueno, ahora tenemos que dejarte, hijo. El teléfono es caro —no
puede evitar comentar el padre.
La línea transmite gratuitamente el cachete que el marido acaba
de recibir.
—Bueno, hasta pronto, hijo. Y una vez más... —los padres cantan
a dúo el final de la frase—: ¡Cumpleaños feliz!
Arturo cuelga despacio, casi sin emoción. Le parece que hay más
vida en el otro extremo de su caña que al otro lado de la línea telefónica.
Mira al perro, sentado frente a él a la espera de noticias.
—Era el presidente —le confía Arturo.
De repente se siente muy solo. Un agujero muy redondo, muy
negro, en el que no desea caer.
Alfred le ofrece otra vez la pelota
para distraerlo, cuando una cancioncilla los saca de su ensimismamiento.
—Cumpleaños feliz —entona la abuela, con voz clara y alegre.
Aparece con un gran pastel de chocolate adornado con diez
soberbias velas.
La
abuela avanza despacio, siguiendo el ritmo de los ladridos de Alfred, que
no soporta que nadie cante sin él.
La cara de Arturo se ha iluminado, antes incluso de que las
velas lo hagan de verdad. La abuela le pone el pastel delante, junto con dos
regalitos.
La canción se termina. La sorpresa es total y ha estado bien
guardada hasta el final.
Arturo, embargado de emoción, se abraza a su abuela.
—Eres la abuela más guapa y más buena del mundo —asegura.
—Y tú, el mejor nieto del mundo. Vamos, sopla.
Arturo inspira a fondo y, acto seguido, retrocede un poco.
—Es demasiado bonito, dejemos que brillen un ratito más.
Primero, los regalos.
—Como
quieras —concede la abuela, divertida—. Éste es de Alfred.
—Es muy
amable por tu parte haber pensado en mí, Alfred —dice Arturo, muy
sorprendido.
—¿Te has olvidado tú alguna vez de su cumpleaños? —le comenta la
abuela.
Arturo sonríe ante esta verdad y rompe el papel de regalo. Es una
pelota de tenis nueva.
Arturo está boquiabierto.
—¡Oh! No había visto nunca una nueva. Es preciosa.
Alfred ladra para empezar el juego.
Arturo se dispone a lanzarla cuando la abuela le detiene el brazo.
—Si puedes esperar a salir fuera para jugar a la pelota, te lo
agradeceré infinitamente —le indica.
Arturo obedece, por supuesto, y esconde la pelota tras la
espalda, entre dos cojines. Abre el siguiente paquete.
—Y éste es mío —precisa la abuela.
Es un
coche de carreras en miniatura, con una llavecita al lado que permite dar
cuerda al resorte que hace las veces de motor. Arturo está maravillado. Alfred
también.
—¡Es
magnífico! —exclama Arturo, con la boca muy abierta. Da cuerda de inmediato al
cochecito y lo deja en el suelo. Tras haber simulado el zumbido de un motor,
suelta el bólido, que cruza el salón, perseguido por Alfred.
El bólido rebota varias veces y termina por despistar al perro
al pasar bajo una silla.
Arturo está encantado.
—Me parece que le gusta más el coche que la pelota.
El bólido termina su trayecto contra la puerta de entrada,
cuando el perro le ha perdido el rastro.
Arturo observa de nuevo el pastel y no se resigna aún a soplar
las velas.
—Pero ¿cómo has conseguido preparar un pastel así? Creía que el
horno estaba estropeado —pregunta el niño.
—He hecho un poco de trampa —confiesa la abuela—. La señora
Rosenberg, la ferretera, me ha prestado su horno, además de algunos utensilios.
—Es magnífico —dice Arturo, sin quitarle los ojos de encima—.
Aunque me parece demasiado grande para nosotros tres —añade.
La abuela nota que su nieto se está poniendo triste otra vez.
—No se lo tomes en cuenta, Arturo. Hacen lo que pueden. Y estoy
segura de que cuando tu padre haya encontrado trabajo, todo irá bien.
—Los años anteriores tampoco vinieron por mi cumpleaños, y no
creo que un nuevo trabajo cambie nada —replica Arturo con una lucidez de
adulto. La abuela, por desgracia, no puede decir ni añadir nada más. Arturo se
dispone a soplar.
—Pide antes un deseo —le sugiere la abuela.
Arturo no se lo piensa demasiado:
—Deseo que en mi próximo cumpleaños... el abuelo esté aquí con
nosotros.
A la abuela le cuesta contener una lagrimita que ya le resbala
por la mejilla. Acaricia los cabellos de su nieto.
—Espero que tu deseo se haga realidad, Arturo —afirma—. Vamos,
sopla ya si no quieres comer pastel con cera.
Mientras
Arturo inspira a fondo, Alfred ha encontrado por fin el cochecito,
atascado contra la puerta principal. Pero una sombra amenazadora se perfila a
través del cristal, tan amenazadora que el perro ni siquiera se atreve a
recuperar el juguete.
La sombra se acerca y abre la puerta. Una corriente de aire
apaga las velas en el preciso momento en que Arturo se disponía a soplar.
Arturo puede decir que lo han dejado sin respiración.
La silueta avanza con pasos lentos pero ruidosos hacia el salón.
La abuela no se ha movido, paralizada de inquietud.
El hombre llega por fin a la zona iluminada. Tiene cincuenta
años, un cuerpo sobrecogedor y una cara demacrada que no resulta agradable en
absoluto, ni de lejos ni de cerca.
Sin embargo, va muy bien vestido. De todas formas, como el
hábito no hace al monje, nuestros dos protagonistas siguen en guardia.
El señor Davido, para relajar el ambiente, se quita educadamente
el sombrero y esboza una sonrisa que en su rostro resulta extraña.
—Veo que llego en buen momento —comenta en un tono algo
siniestro.
La abuela ha reconocido la voz. Es el famoso Davido, propietario
de la no menos célebre «DAVIDO CORPORATION. Alimentación general».
—No, señor Davido. Llega en el peor momento posible, y casi
añadiría: como de costumbre —le suelta la abuela sin abandonar su exquisita
cortesía—. ¿Sabe que la mínima educación cuando se visita a la gente sin avisar
exige llamar por lo menos a la puerta? —añade.
—He llamado —se defiende Davido—, y puedo demostrarlo.
Muestra con dignidad un trozo de tirador.
—Un día alguien se va a hacer daño —advierte—. La próxima vez,
tocaré el claxon. Será más prudente.
—En principio no veo ninguna razón para que se presente una
próxima vez —duda la abuela—. En cuanto a hoy, su visita es realmente
inoportuna. Estamos en plena reunión familiar.
Davido se fija en el pastel, cuyas velas se han apagado del
todo.
—¡Oh, qué pastel más bonito! Feliz cumpleaños, pequeño. ¿Cuántos
cumples? —Cuenta con rapidez las velas—: Ocho, nueve, diez. ¡Cómo pasa el
tiempo! —se maravilla falsamente, y con la intención de hurgar en la herida,
añade—: Todavía puedo verlo, así de pequeño, corriendo entre las piernas de su
abuelo. ¿Cuánto hace de eso?
—Casi cuatro años —contesta con dignidad la abuela.
—¿Cuatro años ya? Parece que fue ayer —prosigue con una
malevolencia apenas disimulada. Hurga en los bolsillos—. Si lo hubiera sabido,
habría traído algo para el niño, pero mientras tanto... —Saca un caramelo del
bolsillo y se lo tiende a Arturo—: Toma, guapo. Feliz cumpleaños —se siente
obligado a añadir.
La abuela lanza una mirada a su nieto. «Pórtate bien», parece
decirle. Arturo capta el mensaje, así que toma el caramelo como quien acepta
una joya.
—¡Oh, qué amable! No tenía por qué hacerlo. Además, éste no lo
tenía —le dice con un humor de lo más despreciativo.
Davido se contiene, aunque le dan ganas de reprenderlo por su
impertinencia.
—También tengo algo para usted, señora —suelta a modo de
venganza.
La abuela lo interrumpe.
—Escuche, señor Davido, es muy amable de su parte, pero de
verdad que no necesito nada, excepto pasar esta velada a solas con mi nieto.
Así que, sea cual sea el motivo de su visita, le rogaría que se marchara
enseguida de esta casa, en la que no es bien recibido.
A pesar de toda su educación, la abuela no ha dejado ninguna
duda sobre el contenido de su mensaje. Por desgracia, a Davido le trae sin
cuidado. Ha encontrado lo que buscaba en el bolsillo.
—¡Ah! ¡Aquí está! —exclama, mostrando una hoja doblada por la
mitad dos veces—. Como el cartero sólo viene una vez por semana a su casa, he
dado un pequeño rodeo para evitarle una espera demasiado larga. Hay novedades
que más vale saber lo antes posible —explica con una benevolencia fingida.
Tiende la hoja a la abuela, quien la toma y se pone las gafas.
—Es la orden de anulación de su escritura de propiedad por pagos
pendientes —adelanta—. Procede directamente de la oficina del gobernador.
La abuela empieza a leer, contrariada.
—Se ha ocupado él en persona —precisa Davido—. Lo cierto es que
este asunto se ha demorado demasiado.
Arturo no necesita leer nada para fulminar a ese hombre
horroroso con la mirada.
Davido le sonríe con una mirada viperina.
—El documento rescinde definitivamente su escritura de propiedad
con fecha 28 de julio y valida al mismo tiempo la mía. Lo que explica, en
parte, mi tendencia natural a sentirme aquí como en mi propia casa.
Davido se siente muy orgulloso de su golpe. Ha sido tan fácil
que casi podría tener remordimientos.
—Pero tranquilícese —aclara—, no voy a echarla como hace usted
hoy conmigo. Le concederé tiempo para que se prepare.
La abuela ya se espera lo peor.
—Le doy cuarenta y ocho horas —suelta Davido con frialdad—.
Mientras tanto, siéntase en mi casa... como en la suya —añade con maldad.
Si las miradas matasen, Davido ya no habría estado en este
mundo.
La abuela, por su parte, parece extrañamente serena. Relee
metódicamente el último párrafo de la carta, antes de decir:
—Sin embargo, observo que sigue habiendo un pequeño problema.
Davido se yergue, inquieto.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Con su afán por hacerle un favor, su amigo el gobernador sólo
ha olvidado un detalle.
Ahora le toca a Davido temerse lo peor. El error, el imprevisto
que podría hacer fracasar todos sus planes.
—¿De qué se trata? —pregunta con indiferencia.
—Simplemente, se ha olvidado... de firmar.
La abuela vuelve la hoja y se lo muestra.
Davido parece más perdido que un pulpo en un garaje. Se han
acabado las palabras bonitas, los gestos ambiguos. Está plantado delante de su
documento, callado como un muerto.
Arturo se contiene para no gritar de alegría. Sería hacerle
demasiados honores. Hay que conservar una actitud de desprecio. De
indiferencia. La abuela dobla con calma la carta y se la entrega a Davido.
—Así pues, hasta que se demuestre lo contrario, usted sigue
estando en mi casa. Y como no poseo su legendaria delicadeza, le doy diez
segundos para marcharse antes de que llame a la policía.
Davido busca una palabra que le permita salir con elegancia de
la situación, pero no la encuentra.
Arturo descuelga el teléfono.
—Sabe contar hasta diez, ¿no? —suelta.
—Va... Va a lamentar esta insolencia. Se lo aseguro —termina por
afirmar Davido.
Da media vuelta y cierra la puerta a sus espaldas, tan fuerte
que sus predicciones se cumplen y le cae la campana en la cabeza.
A trompicones, aturdido por el dolor, choca también con la
columna de madera, a pesar de que es bien visible, pierde el equilibrio y se
cae sobre la grava.
Al final llega al coche, se pilla la parte inferior de la
chaqueta al cerrar la puerta y arranca en medio de una nube de polvo. Pero el
polvo es muy de su estilo.
El cielo acaba de pintarse de naranja. El sol intenta recorrer
la colina, como en el maravilloso grabado que Arturo acaricia con suavidad.
Es una sabana africana, bañada por la luz del ocaso. Casi se
percibe el calor.
Arturo está en su cama, muy bien peinado y desprendiendo un olor
a manzana. Tiene un gran libro encuadernado en piel sobre las rodillas.
Es un libro que lo acompaña todas las noches al país de los
sueños.
La abuela está a su lado y parece particularmente emocionada por
el grabado.
—Todas las tardes gozábamos de este espectáculo maravilloso. Y
tu madre vino al mundo precisamente frente a este paisaje —cuenta la abuela.
Arturo no se pierde ni una palabra—. Mientras daba a luz dentro de una tienda,
tu abuelo estaba fuera y pintaba este paisaje.
Arturo sonríe, divertido por su abuelo.
—Pero ¿qué hacíais en África? —pregunta el niño con ingenuidad.
—Yo era enfermera. Tu abuelo era ingeniero. Construía puentes,
túneles, carreteras. Allí nos conocimos. Teníamos las mismas inquietudes. El
deseo de ayudar y de descubrir a esas personas maravillosas que son los
africanos.
Arturo pasa con delicadeza la página para ver la siguiente.
Es un dibujo a color. Una tribu africana con todos sus miembros
al completo, medio desnudos, cargados de collares y de amuletos. Son muy altos
y delgados, tan esbeltos que se dirían parientes lejanos de las jirafas.
—¿Quiénes son? —pregunta Arturo, fascinado.
—Los bogo-matasalái —le responde la abuela—. Tu abuelo había
entablado amistad con ellos, por su increíble historia.
Con eso basta para despertar la curiosidad de Arturo. —¿Ah, sí?
¿Qué historia?
—Esta noche, no, Arturo. Quizá mañana —le responde la abuela,
que ya estaba muy cansada.
—¡Venga! ¡Por favor, abuela! —insiste Arturo, con su mejor cara
de niño bueno.
—Todavía tengo que arreglar la cocina —se defiende la abuela.
Pero Arturo puede más que el cansancio.
—Sólo cinco minutos, por favor... Por mi cumpleaños —pide con
voz zalamera.
La abuela no puede resistirse más.
—Sólo un minuto —accede finalmente.
—Un minuto —asegura Arturo, honrado como un dentista.
La abuela se instala un poco más cómodamente, y su nieto la
imita enseguida.
—Los bogo-matasalái son todos muy altos y, de adultos, ninguno
de ellos mide menos de dos metros. No siempre es fácil vivir siendo tan alto,
pero ellos decían que la naturaleza los había hecho así y que, por fuerza, en
algún sitio tenía que haber un complemento, alguien que compensara, un hermano
que te trae lo que tú no tienes y viceversa.
Arturo está cautivado. La abuela se deja llevar por su público.
—Los chinos lo llaman el yin y el yang. Los bogo-matasalái lo
llaman «hermano-naturaleza». Y, a lo largo de los siglos, han buscado su otra
mitad, la que les traería por fin el equilibrio.
—¿Y la han encontrado? —pregunta de inmediato Arturo, demasiado
ansioso como para permitir ningún suspense narrativo.
—Después de más de trescientos años de búsqueda por todos los
países africanos..., sí —confirma la abuela—. Era otra tribu que, para colmo,
vivía justo al lado de la suya. Apenas a unos metros, para ser precisos.
—¿Cómo es posible? —se asombra Arturo.
—Se trataba de la tribu de los minimoys y tenía la
particularidad de medir... ¡apenas dos milímetros!
La abuela pasa la página y se puede ver a esta famosa tribu,
situada al abrigo de un diente de león.
Arturo se queda boquiabierto. Es la primera vez que oye estas
maravillosas historias, ya que el abuelo siempre prefería el relato faraónico
de sus grandes obras.
Arturo pasa de una página a otra, como para apreciar mejor la
diferencia de estatura.
—¿Y... se entendían bien? —pregunta.
—¡De maravilla! —asegura la abuela—. Se ayudaban mutuamente en
los trabajos que no podían efectuar. Si unos talaban un árbol, los otros
exterminaban los parásitos. Los infinitamente grandes y los infinitamente
pequeños están hechos para entenderse. Juntos tenían una visión única y
completa del mundo que los rodeaba.
Arturo está fascinado, casi embriagado. Pasa a la página
siguiente y descubre un pequeño ser que va a sacudir su corazón infantil.
Dos enormes ojos azules bajo un mechón pelirrojo y rebelde, una
boca de mandarina, una mirada tan traviesa como la de un joven zorro y una
sonrisita que derretiría al más gélido esquimal.
Arturo aún no sabe que acaba de enamorarse. De momento, sólo ha
notado un calor intenso en la barriga y ha sentido que un aire diferente,
perfumado, le ha llenado los pulmones.
La abuela lo observa de reojo, feliz de asistir a este
maravilloso comienzo.
Tras un carraspeo, Arturo acierta a pronunciar unas palabras.
—¿Quién..., qué..., quién es? —farfulla.
—Es la hija del rey de los minimoys. La princesa Selenia —dice
simplemente la abuela.
—Es bonita —suelta Arturo antes de contenerse—. Quiero decir...
Está bien... la historia... ¡Es increíble!
—Tu abuelo era ciudadano de honor de los bogoma-tasalái. Hay que
decir que hizo mucho por ellos: los pozos, las redes de irrigación, los
embalses... Incluso les enseñó a utilizar los espejos para comunicarse a
distancia y transportar energía —detalla la abuela con un orgullo indudable—.
Y, cuando llegó el momento de irnos, para darle las gracias, le ofrecieron un
saquito lleno de rubíes, más grandes unos que otros.
—¡Caramba! —exclama Arturo.
—Pero tu abuelo no deseaba ese tesoro. Lo que él quería era algo
muy distinto —confía la abuela—. Quería el secreto que le permitiera unirse a
los minimoys.
Arturo se queda pasmado. Lanza una mirada al dibujo de la
princesa Selenia y se vuelve después hacia su abuela.
—¿Y... se lo concedieron? —pregunta, como si nada, cuando la
respuesta podría cambiar toda su vida.
—Nunca lo he sabido —contesta la abuela, aparentemente sincera—.
Estalló la Primera Guerra Mundial, yo volví a Europa y tu abuelo se quedó en
África toda la guerra. Durante seis años no recibí noticias suyas —confía—. Tu
madre y yo estábamos convencidas de que nunca más volveríamos a verlo. Con lo
valiente que era, tenía muchas probabilidades de morir en combate —concluye.
Arturo espera la continuación con impaciencia.
—Y entonces, un día, recibí una carta con una foto de la casa y
una petición de matrimonio. ¡Todo a la vez!
—¿Y qué pasó? —pregunta Arturo, muy agitado.
—¡Pues que me desmayé! Era demasiado, tan de repente —confiesa
la abuela.
Arturo se echa a reír al imaginarse a su abuela patas arriba con
una carta en la mano.
—Y después, ¿qué hiciste?
—Pues... me reuní con él. Y nos casamos —dice, como si fuera
algo que cayera por su propio peso.
—El abuelo es muy fuerte —suelta Arturo.
La abuela se ha levantado y ha cerrado el libro.
—Sí. Y yo, desde luego, muy débil. Han pasado mucho más de cinco
minutos. ¡A la cama!
Levanta bien las sábanas para que Arturo pueda deslizar las
piernas.
—A mí también me gustaría ir a ver a los minimoys —asegura el
pequeño mientras tira del embozo para taparse hasta el cuello—. Si el abuelo
vuelve algún día, ¿crees que me confiará su secreto?
—Si eres bueno y te portas bien, se lo pediré en tu nombre.
Arturo le echa los brazos al cuello.
—Gracias, abuela. Sabía que podía contar contigo.
La mujer se suelta de este encantador abrazo y se levanta.
—Y ahora, ¡a dormir! —ordena con firmeza.
Arturo se vuelve de golpe, se deja caer sobre la almohada y
finge que ya está dormido.
La abuela le da un cariñoso beso, toma el libro y apaga la luz
para dejar a Arturo soñando con los angelitos, o puede que también con Selenia.
La abuela entra en el despacho de su marido cautelosamente,
evitando los listones de madera que crujen demasiado al pisarlos.
Devuelve el precioso libro a su sitio y se detiene un momento ante
el retrato de su marido.
Deja escapar un suspiro, que resuena en el silencio de la noche.
—Te echamos de menos, Archibald —confiesa finalmente—. Te
echamos muchísimo de menos.
Apaga la luz y cierra la puerta con pesar.
Continuará...