26 de febrero, 2011
"Es
como yo, pero no soy yo", me decía un niño a quien le leía el cuento de
un osito que inventa toda clase de pretextos para posponer el momento
de ir a la cama, de la soledad de la noche. Su comentario representa la
definición perfecta del acto de lectura, en este caso, ¡en boca de un
niño de cinco años! En las lecturas compartidas el niño encuentra un
lugar que le permite expresarse, un lugar donde es reconocido, escuchado
con atención e interés. ¡Qué importante y necesario es esto para un
pequeño! El niño expresa esa necesidad cuando, de un momento a otro, nos
propone la lectura de un libro que le gusta tanto que quiere leerlo y
volver a leerlo: "¡Otra vez! ¡Otra vez!". Para el niño es necesario leer
y volver a leer; para él no se trata de acumular libros leídos: leer es
una experiencia que le gusta disfrutar y volver a sentir para hacerla
suya, porque de manera inconsciente se encuentra en ella y por lo tanto
tiene necesidad de esa historia. Por medio del libro encuentra una forma
de expresar aquello que conforma su vida. Para los niños es doloroso no
ser reconocidos en la intensidad de sus sentimientos, de sus alegrías,
de sus desilusiones y tristezas. Sentimientos que frecuentemente el
adulto olvida y tiende a subestimar. Es doloroso oír decir, frente al
niño que vive la tristeza de haber perdido su osito o su muñeca: "no
llores, no importa, te compramos otro". Para él es tan gratificante como
necesario ver su universo reconocido, sus sentimientos valorados en su
justa medida. Qué alegría para los niños ver que los adultos son capaces
de reconocer, a través de estas historias, la profundidad de sus
sentimientos, la intensidad de sus emociones, hasta el punto de que esos
adultos, tan ocupados, abandonan, por el tiempo de una historia, sus
numerosas ocupaciones, percibidas como “verdaderamente serias”.
Dejar
por un momento sus “importantes” obligaciones –en la biblioteca, la
labor administrativa, o en la casa, sus oficios y labores– significa
para el adulto un regalo para su propio placer y, de ningún modo,
simplemente un esfuerzo que hace en favor del niño. Durante el tiempo de
una historia compartida, el peso de las obligaciones y las
preocupaciones se hace más liviano y llevadero para los padres. Ese
tiempo es un oasis que se abre ante el lector adulto: descubre con
perplejidad y asombro un mundo visto con nuevos ojos, gracias al niño y
al poeta que habita en cada uno de nosotros. Ante un bello libro el
adulto mismo se siente conmovido. Leyendo, encuentra sus antiguas
emociones y se maravilla al ver tanta inteligencia y tanta sensibilidad
en el niño que tiene al frente. Qué importante es, para el niño,
percibir esta admiración por parte del adulto, este placer absolutamente
gratuito de estar juntos; es una incitación a crecer, a conocer, a
probar la alegría de existir. Leer juntos es una fuente fresca a la cual
cada uno puede venir a saciar su sed.
Así,
el libro se convierte en un lugar de reconocimiento propio y mutuo. La
historia compartida, el libro apreciado en conjunto, vivido plena y
profundamente, teje relaciones especialmente fuertes, sobre todo entre
padres e hijos, entre hermanos y hermanas. Esta experiencia permite
entrar de lleno en un mundo de relaciones basadas en algo tan precioso
como una emoción estética: “¡Nunca había visto algo tan bonito!”, me
decía un niño gitano frente a un libro de origen japonés, y lo repetía
como para llenar con palabras lo indescriptible de su emoción, al tiempo
que golpeaba el libro con su mano.